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viernes, 30 de octubre de 2009

Poseidón...

El viento tibio abrazaba mi cuerpo, las luces de los costados me iluminaban y la gente pasaba paseaba por a mi lado, pero yo no estaba allí. No, no lo estaba. Sé que tampoco quería estar allí, junto a todos ellos. Quería seguir donde me encontraba. Allí mismo, pero a la vez lejos, muy lejos.

Poseidón se erguía sobre la fuente sujetando el tridente, mirándome fijamente con sus ojos de piedra, hablándome con una mirada ausente, apagada por su prisión pétrea.

Allí estaba el señor de los mares, rodeado por el agua que caía a sus costados, mientras mi mirada se clavaba nuevamente en sus ojos. Lo miraba con insistencia, con ganas de perpetuarlo, pero a cada segundo, mis pies volvían más a la tierra real, más al mundo tangible, más al lugar del que escapaba hace unas horas.

La moneda en mis manos, el sentimiento de irrealidad y perdición, el deseo de contener el llanto y las ganas de gritar. Todo esto estaba comenzando a converger en mí ante esa mirada. La cruza de los caminos, el ¡Tiene que ser! definitivo, la ignorancia de verdades y la búsqueda de identidad perdida.

Una lagrima entibio mi mejilla y entonces me di por vencido. ¡Ella había ganado después de todo! Yo seguía siendo un cobarde y ella seguía siendo el modelo de perfección irrevocable. Seguía siendo la reina de todos los inocentes. De todos aquellos, que como yo, jamás podrían pensar en volver a soñar con un mañana. ¿Tú lo entenderías, Poseidón, Señor de los mares? ¿Entenderías él porque deseaba crearte un nuevo océano de lágrimas?

Lancé la moneda al aire y en sus giros comenzó a escribirse mi destino. La atrape con mi puño, que abrí sobre el dorso de mi mano. Alea Jacta Est, la suerte está echada.

Horas más tarde, sonaría en un pequeño rincón de un departamento una vieja máquina de escribir recién comprada en una tienda de antigüedades. El tecleo resonaría por toda la habitación. El escritor plasmaría unas letras sobre el ceniciento papel, y en su rostro se comenzaba a dibujar una tímida sonrisa

jueves, 29 de octubre de 2009

Una cosa por otra...

Las olas se estrellaban con furia en mis oídos, el viento intentaba racionalizar alguna idea dentro de tanta irracionalidad. Estas dos pequeñas bolsas alargadas con huesos que a veces llamo brazos se movían como se mueven las alas de un ave que despega por primera vez de tierra firme. Así estaba. Si en ese momento alguien hubiese preguntado una de estas preguntas banales que se hacen al saludar a una persona (¿cómo estás?), hubiese respondido con el sarcasmo que hace años está aferrado a mi pieles. "Estoy en un risco a un paso de lanzarme al mar, por ende, ¡me encuentro de maravilla!".

La gente no comprende esto que llevo dentro, la gente no ve lo que yo, porque ellos ven con los ojos y les enseñaron a callar eso que suelen llamar graciosamente “sexto sentido”, porque cuando niños veían una sombra que asustaba y se movía cuando iban caminando al baño, sus padres les enseñaron que no había nada ahí, que todo era una mala jugada de sus imaginación. Lo sé porque a mi me lo dijeron, pero siempre he tenido ese espíritu de rebeldía inalienable a mi, que me lleva no solo a desobedecer órdenes de superiores, sino también a criticar cuanta palabra dicha o pensada provenga de otro ser humano distinto a mí. Al menos así había sido por mucho tiempo, lo fue hasta algún día que las críticas llegaron a una especie de espejo, los demás no son ellos, soy yo. Y toda la idea que tuve alguna vez de que los demás eran los culpables, se volvió en un en un abismo neblinoso, como una improvisación de The Who donde todos los instrumentos terminaban en el piso destrozados en mi pedazos producto del capricho de sus ejecutantes. Pero eso es más adelante.

Mi infancia fue siempre un tanto distinta a la de mis pares, me contentaba con cosas que otros simplemente ignoraban. Mientras mis vecinos jugaban a las escondidas, yo le disparaba con una pistola de balines al anciano que vivía en la casa junto a la mía, a lo que el anciano siempre respondía con un balde de agua hirviendo, que preparaba todas las mañanas junto con una agüita de hierbas que se bebía en su mecedora, para el momento en que los balines matutinos golpearan su arrugada y manchada piel. Un día un balín le llegó al oído izquierdo, creo que desde ese día el viejo quedó medio sordo.
Yo esperaba una venganza inminente tras haber arrasado con el 50% de su capacidad auditiva, esperaba una granada en mi habitación, una carta explosiva, un rottweiler a la salida del colegio listo para morderme; nunca fue así. Después de todo yo era su única interacción con el “mundo exterior”, sin mi el viejo dormiría toda la tarde frente a la ventana y no tendría la motivación para abrir los ojos en la mañana y levantarse a preparar mi balde con agua caliente.
Tras aquel incidente yo proseguí con mi rutina, le disparé a la calva. Él se levantó de su mecedora y me lanzó un papel semi-arrugado con las pocas fuerzas que tenían sus manos. La pelota de papel rebotó en mi sien y cayó directo en mis manos que estaban como esperando esa reacción del viejo. Abrí la hoja e intenté descifrar lo que decían aquellas letras que en ese entonces parecían amigas de la mano con parkinson. “Quid pro quo…”

miércoles, 28 de octubre de 2009

Dantesca bendición...

Salía el sol. Los rayos penetraban la habitación. En ella, la actividad había comenzado hace más de tres horas. Estaba en una esquina una pila de cajas prolijamente empacadas, algunos libros desparramados por el piso. Rimas y Leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer sobre una mesita de noche con la luz aun encendida, a un lado de esta una taza de Café con vainilla a medio tomar que se había enfriado.

De pronto, la puerta que estaba al lado izquierdo de la cama se abrió dibujando la silueta desnuda del escritor. La luz golpeo sus ojos e intento cubrirlos con su mano. Cuando su vista se acostumbro a la luz, bajo la mano y sonrió. Comenzaba un nuevo día.

Camino desnudo hasta la repisa a la cual aún le quedaban algunos libros de Rimbaud, Baudelaire, Voltaire, Kundera y Neruda. Los tomo uno a uno y los coloco en una caja donde antes había puesto el resto de los libros de la repisa. Miro nuevamente para comprobar que no quedara ninguno y en una esquina había un pequeño trozo de papel. Lo tomo y lo dejo junto al libro de Bécquer.

Comenzó a vestirse a la vez que tarareaba una animosa melodía. Abrocho los botones de su camisa y miro por la ventana los grandes edificios de esa parte de Santiago. Abrió la ventana del balcón cuando ya estuvo vestido. Salió y respiro profundamente. Entonces fue cuando sucedió.

Me encontré vestido, mirando los grandes edificios de Santiago en el balcón de mi departamento. Empecé a juntar los pedazos de recuerdos fragmentados en mi propio rompecabezas mental.

Entre rápidamente a la habitación y observe que todo estaba empacado. Me entro el pánico. Fue como si sobre mis hombros cayeran dos pesados bloques de piedra. ¿Dónde lo había dejado?

Abrí las cajas frenéticamente, hice volar los libros por toda la habitación. Tomé por la tapa todos y cada uno de ellos y los puse de cabeza, los agite, recorrí sus páginas frenéticamente. Nada, no estaba en ningún lado. Me pregunte nuevamente

-¿Dónde lo había dejado? –Pero no encontraba una respuesta. Mi memoria estaba llena de borrones que comenzaban a esclarecerse de a poco. Todo lo que había hecho en ese estado volvía a en imágenes en sepia, poco a poco, muy lento, como un cuentagotas.

-¡La Cama! –Grité, y corrí a desarmarla. Tiré el cubrecama con fuerza sobre la pila de cajas del rincón y luego saque las escasas frazadas que tenía puestas. Las sabanas y las almohadas, pero no estaba allí. Me senté sobre el colchón, puse los codos sobre mis piernas, las palmas sobre mi cara y cerré los ojos con fuerza. Me sentía estúpido, tenia rabia y pena. Las lágrimas comenzaron a correr por mi mejilla en desfile suicida, para caer hasta el piso.

Levante mis ojos enrojecidos por las lagrimas, y bajo el manto del llanto vi el trocito de papel junto al libro de Bécquer. ¡Ahí estaba! Ahora comenzaba a recordarlo todo más claramente. La Máquina de escribir, el café, el computador destrozado, el haber empacado todos mis efectos personales, la ducha… ¡Todo!
Tome el papel y respire aliviado. Realmente entonces entendí el miedo que me causaba el hecho de perder mi boleto a la cordura, aún si este realmente no fuera algo tan seguro, sino más bien una simple metáfora sin un sentido claro más que los que el mismo le daba.

Ese papel era lo último que tenia de su padre. Su único legado, además de los genes que le habían hecho tener tan destacadas cualidades artísticas. Lo único que mi madre no había podido destruir: Un Viejo trocito de papel amarillento con manchas de transpiración, el último mensaje que me dejaría para lo que se convirtió en el resto de mi vida. “Quid pro quo…”

martes, 27 de octubre de 2009

¿Por qué Duchamp y yo no?

¿Cómo sería jugar ajedrez con Marcel Duchamp? Se preguntaba dentro de ese torbellino de supuestos que fluían como río torrentoso por su cabeza en esos momentos. Es una lástima pensar que moriré sin haber perdido una partida contra él, porque seamos realistas, apesto en el ajedrez. Por mucho que me hubiese esmerado en que él me enseñase tampoco hubiese sido posible ya que seguramente él tenía cosas más importantes por hacer que revelarle a una persona tan trivial como yo sus secretos más preciados. Y por más que intentase revelarlos por mi misma todo terminaría de alguna forma trágica, después de todo no puedes cambiar el pasado si no quieres arriesgarte a un gran cambio en el futuro. Si hay algo que apesta de la leyes es el efecto mariposa. Si aletea una mariposa en Chile, en Tokyo habrá un huracán. Y yo no estaba lo suficientemente preparada para llegar a ser uno de esos mártires que se ven por la psycho-tv que dan su vida para salvar el mundo de aquellos haraganes que viven constantemente intentando cambiar el pasado para repercutir en el futuro. Definitivamente no era capaz de ello. Pero tampoco estaba segura de si podía ser como los haraganes... Qué fácil sería ser como uno de esos, vivir solo para recibir dinero y nada más. Y pensar que años atrás los haraganes eran conocidos como lo más alto dentro de los estratos sociales, si tenías el dinero lo tenías todo, era así de estúpido y poco astuto. Ahora comprendo muchas veces por qué existieron semejantes cosas como las "guerras mundiales". Esos haraganes nunca le han hecho un bien a la humanidad, que suerte que ahora estén donde siempre debieron estar. Ahora todo es como mejor puede ser, el que trabaja y coopera en la sociedad es el x-f (una pequeña contracción para gente feliz) y el que recibe dinero el f-x. Hermosa analogía, ¿no creen?. Hermosa...
Me pregunto qué hago yo acá. Se supone que soy un x-f, debiese ser feliz y tengo la convicción de que lo soy, pero... ¿por qué ya no me llena este sentimiento que ayer fue júbilo?