Salía el sol. Los rayos penetraban la habitación. En ella, la actividad había comenzado hace más de tres horas. Estaba en una esquina una pila de cajas prolijamente empacadas, algunos libros desparramados por el piso.
Rimas y Leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer sobre una mesita de noche con la luz aun encendida, a un lado de esta una taza de Café con vainilla a medio tomar que se había enfriado.
De pronto, la puerta que estaba al lado izquierdo de la cama se abrió dibujando la silueta desnuda del escritor. La luz golpeo sus ojos e intento cubrirlos con su mano. Cuando su vista se acostumbro a la luz, bajo la mano y sonrió. Comenzaba un nuevo día.
Camino desnudo hasta la repisa a la cual aún le quedaban algunos libros de Rimbaud, Baudelaire, Voltaire, Kundera y Neruda. Los tomo uno a uno y los coloco en una caja donde antes había puesto el resto de los libros de la repisa. Miro nuevamente para comprobar que no quedara ninguno y en una esquina había un pequeño trozo de papel. Lo tomo y lo dejo junto al libro de Bécquer.
Comenzó a vestirse a la vez que tarareaba una animosa melodía. Abrocho los botones de su camisa y miro por la ventana los grandes edificios de esa parte de Santiago. Abrió la ventana del balcón cuando ya estuvo vestido. Salió y respiro profundamente. Entonces fue cuando sucedió.
Me encontré vestido, mirando los grandes edificios de Santiago en el balcón de mi departamento. Empecé a juntar los pedazos de recuerdos fragmentados en mi propio rompecabezas mental.
Entre rápidamente a la habitación y observe que todo estaba empacado. Me entro el pánico. Fue como si sobre mis hombros cayeran dos pesados bloques de piedra. ¿Dónde lo había dejado?
Abrí las cajas frenéticamente, hice volar los libros por toda la habitación. Tomé por la tapa todos y cada uno de ellos y los puse de cabeza, los agite, recorrí sus páginas frenéticamente. Nada, no estaba en ningún lado. Me pregunte nuevamente
-¿Dónde lo había dejado? –Pero no encontraba una respuesta. Mi memoria estaba llena de borrones que comenzaban a esclarecerse de a poco. Todo lo que había hecho en ese estado volvía a en imágenes en sepia, poco a poco, muy lento, como un cuentagotas.
-¡La Cama! –Grité, y corrí a desarmarla. Tiré el cubrecama con fuerza sobre la pila de cajas del rincón y luego saque las escasas frazadas que tenía puestas. Las sabanas y las almohadas, pero no estaba allí. Me senté sobre el colchón, puse los codos sobre mis piernas, las palmas sobre mi cara y cerré los ojos con fuerza. Me sentía estúpido, tenia rabia y pena. Las lágrimas comenzaron a correr por mi mejilla en desfile suicida, para caer hasta el piso.
Levante mis ojos enrojecidos por las lagrimas, y bajo el manto del llanto vi el trocito de papel junto al libro de Bécquer. ¡Ahí estaba! Ahora comenzaba a recordarlo todo más claramente. La Máquina de escribir, el café, el computador destrozado, el haber empacado todos mis efectos personales, la ducha… ¡Todo!
Tome el papel y respire aliviado. Realmente entonces entendí el miedo que me causaba el hecho de perder mi boleto a la cordura, aún si este realmente no fuera algo tan seguro, sino más bien una simple metáfora sin un sentido claro más que los que el mismo le daba.
Ese papel era lo último que tenia de su padre. Su único legado, además de los genes que le habían hecho tener tan destacadas cualidades artísticas. Lo único que mi madre no había podido destruir: Un Viejo trocito de papel amarillento con manchas de transpiración, el último mensaje que me dejaría para lo que se convirtió en el resto de mi vida.
“Quid pro quo…”